A veces hay tanto vacío y
Muy señora mía:
Ayer recibí de las manos de alguien incógnito su carta y la lectura de la misma me dejó perpleja. Usted estuvo en mi búsqueda, sabrá Dios por qué ha dispuesto que me encontrara. Yo estoy en casa, (entre mis libros, perdida, en mi cama) leyendo por manía. Ahora le escribo a usted para estar ocupada y así evitarla. No hay peor cosa que la ociosidad y estar ocioso es una manera de invocarla y la mejor cura es escribir. “El que ha nacido melancólico extrae tristeza de cualquier acontecimiento”, afirma Freud. Todavía lo define mejor Fernando Pessoa: “Una nada que duele”, leo esto y mi sentido humoral se centra en una poesía y al instante me hundo en usted. Lloro, lloro como una niña, me pareció haberla sentido dentro de mí. Yo estoy algo confusa con mis ojos lacrimosos en medio de esas páginas, pero excúseme usted por no querer permitir su visita en este momento, necesito que se vaya lo antes posible.
Desde aquí, desde la cama, si abro los ojos los fuerzo a cerrarse ante el sueño que no tengo, siento un tedio oscureciendo mis manos. Me quedo pensando y siempre concluyo en alguna cosa sin sentido. Lo que consigo es un producto, en mí, no de mi voluntad, sino de una voluntad suya. Esta carta es mi cobardía.
Me siento y
con fuerza interrumpo su llegada.
Me siento sobre mis piernas, en la cama.
La razón para interrumpirla es que algo dentro de mí aun sabe que no todo es real, miro el paisaje que está en el cuadro de la puerta, quiero entrar, pero los pies me pesan demasiado y huyo de ese pensamiento. Tengo la necesidad de no hablar con las personas, quiero escribir y escribir equivale a despreciarme. Hay venenos necesarios, pero escribir agita mis ramas y lanza ruidos infernales y lo gozo. Sigue leyendo «A veces hay tanto vacío y»